Esa pequeña playa no muy lejos del corral.

Para las vacaciones de verano a mis seis años descubrí un lugar que se convertiría en mi motivación principal y en algo muy especial. Seguro haz oído hablar a la gente a cerca de su lugar favorito, pero de seguro nunca te han dicho que se han enamorado de aquel lugar. Claro que suena a una tontería, pero es justo lo que sentí con esa playa bellísima.

Nunca me faltaron los viajes a la playa en cada verano, a parte de ser días vacacionales, en esa época queda mi cumpleaños. 

Recuerdo cuando la conocí, cumplía exactamente seis años, anterior a eso habíamos visitado otros lugares, otras playas("habíamos" pues como había mencionado antes, viajábamos todo el corral.), pero nunca me sentí tan conmovida como cuando vi por primera vez aquel lugar. 

 ¡Ah! mi paraíso, esa pequeña playa no muy lejos del corral.

Era un pequeño hotel justo en frente de la playa, no solo era la vista hacia el mar, si no que literal podías salir del cuarto, atravesar el balcón, caminar unos pocos metros por la arena hasta llegar a la orilla.  Era como si en ese momento durante esos días fueras dueño de esa parte del mar. 

Para ese entonces era un lugar casi virgen, muy pocos lo conocían, los pequeños edificios alrededor estaban casi vacíos y las pocas personas ahí eran extranjeras. Alejado de cualquier ciudad y rodeado de selva, en las noches podías salir de la habitación, mirar al cielo y ver las miles de estrellas que normalmente en la ciudad no puedes. Era una oscuridad que no podías profanar, durante la noche llegaban guardias encargados de que los huéspedes en las habitaciones cerraran sus cortinas o apagaran las luces, era un lugar donde las tortugas marinas salían para anidar, era normal despertar y ver frente a tu cuarto un nuevo monte de arena rodeado de piedras que marcaban los nidos y no tardaba mucho en que llegara el encargado a marcar con un letrero la fecha de anidación y el día exacto del nacimiento de las tortugas, quizás era su principal atracción pero yo en general me enamoré de todo. 

A lo mejor no solo era la belleza del lugar, el azul intenso del mar, el sonido de las olas, la suave arena o el viento cálido  lo que me hacía añorar tanto ese lugar, si no los momento que pase ahí junto con toda mi familia, era la tranquilidad y felicidad que pasamos ahí. 

Era ese madrugar antes de que saliera el sol para escabullirme a la orilla del mar ganando mi lugar principal para ver el amanecer, mirar los cambios de colores y cómo vuelve a la vida un día más, esperar el momento exacto para tomar la foto del paisaje mas hermoso que nadie mas vio, caminar por toda la orilla con la primera luz del sol, regresar al cuarto y sentir el olor del huevo frito que mi abuela preparaba para todos, tomar un café junto con mi abuelo mientras me enseñaba el dibujo nuevo que realizó esa mañana desde el balcón, despertar a mis padres y prepararnos para ir a la playa que no era exactamente la que quedaba frente al hotel pues el mar que teníamos de frente era bravo y lleno de rocas, pero donde a un par de kilómetros atrás sobre la misma calle estaba el balneario publico, la playa real, con aguas cristalinas y calmadas, libre de piedras. Sumergirme en el mar, alimentar a los peces, comer un poco de botana y beber algo bajo la sombra de unas palmeras. Caminar de regreso a la habitación, turnarnos para usar el baño, almorzar y luego planear lo que haríamos esa tarde, que a veces era viajar a la ciudad turística mas cercana de ahí para comprar souvenirs para nosotros mismos, o alguna que otra tontería, que en mi caso siempre fue un peluche de algún animal marino. Visitar algún otro sitio cercano o simplemente tumbarnos en un camastro frente al mar toda la tarde platicando de tonterías, comiendo helado o jugando hasta que llegara la noche, cuando podías ver mapaches caminar alrededor del edificio o pequeños cangrejos ermitaños en la arena y esperar a que salga una tortuga para observar el procesos mientras escuchas la información que el encargado da a cerca de ella.  

Aquella primera vez recuerdo que lloré al instante antes de partir e implore a mis padres regresar, al año siguiente yo no lo olvidé y desde ese momento, casi siempre como regalo de mi cumpleaños, se volvió una costumbre de visitar

El mar se convirtió en mi cómplice, platicaba con esa playa a solas, le decía mis secretos mas profundos, mis alegrías y mis tristezas mientras veía como cambiaba a través del tiempo al igual que yo, parecía que me entendía y sentí como una parte de mí se quedó atrapada ahí,  una parte de mi corazón aun permanece ahí.

Fue un hábito de verano que duro catorce años y en cada uno de ellos me despedía del mar con la promesa "volveré" y así fue, hasta que un día no regresé. 

 

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